Núria Domingo para Archiimpact
«La arquitectura es el instrumento principal de nuestra relación con el tiempo y el espacio, y de nuestra forma de dar una medida humana a esas dimensiones; domestica el espacio eterno y el tiempo infinito para que la humanidad lo tolere, lo habite y lo comprenda» (Pallasmaa, J. 2005)
La verdadera crítica es un elemento imprescindible para la supervivencia. El uso racional de la inteligencia consiste, precisamente, en distinguir lo que es verdad de lo que no lo es; aunque se pueda pensar que la verdad absoluta (*) no existe. Porque «si no distingues la Música en mayúsculas, por ejemplo, confundirás a Bach con Manolo Escobar, y como cualquier mentira, sólo podrá traer males» (Miranda, A. 2014). Tampoco puede existir la crítica sin un sentido de la negación basado en la filosofía de la sospecha de Nietzsche: No hay verdad, no hay idea única, pero no todo vale.
Y es que aunque hayan pasado ya unos años desde la caída en bolsa de Lermhan Brothers, la especulación permanece y, con ella, la verdadera crítica arquitectónica se encuentra aún en una dramática situación provocada por el derrumbe de la construcción de la realidad heredada, con la consecuente crisis del significado de la verdad arquitectónica.
Posverdad, palabra del año 2016 por el Diccionario Oxford, define la situación política en la cual los hechos observables no son relevantes y sólo importa cómo nos hacen sentir; y se atribuye a las motivaciones emocionales de los votantes, el motivo de los resultados electorales. Este concepto de connotaciones peyorativas esconde, bajo mi punto, una brecha de humanidad: La revalorización de las emociones y los sentidos del individuo. Un hecho que se relaciona con la revalorización de las capacidades internas del sujeto contra el control social, la anatomopolítica que nombraba Foucault (1979).
La formalización física y visual del espacio arquitectónico no es relevante, en sí mismo, si no se entiende la implicación sensorial y emotiva de éste sobre el individuo y del individuo sobre éste. La psicología cultural ha analizado cómo los entornos determinan la forma de pensar y de percibir, y un niño o niña, como decía Vygotsky, aprende en pocos años lo que la humanidad ha tardado milenios en inventar. Y parece que esto, la arquitectura posmoderna lo ha olvidado.
La sociedad actual se centra únicamente en la realidad observable. El filósofo Peter Slotedijk (2013) resume el impacto del ocularcentrismo de nuestra sociedad así: «Los ojos son el prototipo de la filosofía. (…) Una buena parte del pensamiento filosófico es en realidad únicamente ocular-reflexivo, ocular-dialéctico, donde el ojo se ve a sí mismo mirando». La inflexibilidad del urbanismo moderno se basa en una forma rígida de entender la ciudad como un «problema sencillo de dos variables» (Jacob, J. 2011) de tiempo y espacio, como respuesta a funciones concretas. Las ciudades no tienen en cuenta que la experimentación del espacio es mucho más que aquello que nos transmiten a través de la vista, que «el orden espacio-temporal de los usos en las ciudades determina la interacción social entre las personas» (Josep Muntañola, 2004).
En este sentido, Juhani Pallasmaa (2005) insiste en que «la inhumanidad de la arquitectura y la ciudad contemporáneas puede entenderse como la consecuencia de una negligencia del cuerpo y la mente, así como de un desequilibrio en nuestro sistema sensorial. Las diferentes experiencias de alienación, distanciamiento y soledad en el mundo tecnológico actual pueden estar relacionadas con ciertas patologías de los sentidos». Nos hemos acostumbrado a sentir el mundo exclusivamente a través de los ojos, y el arrinconamiento del tacto, el gusto, el olfato y el oído en la interpretación de la realidad, nos ha distanciado cada vez más de la naturaleza propia del ser humano.
«El acontecimiento principal de la edad moderna es la conquista del mundo como una imagen», decía Heidegger (1950). Y Pallasmaa (2005) añadía: «La observación sobre el ojo nihilista es un tema sobre el que hace falta reflexionar hoy en día; muchos proyectos arquitectónicos de los últimos veinte años, célebres gracias a la prensa especializada internacional, expresan tanto narcisismo como nihilismo». Y de esta forma, el ojo de la posmodernidad ha visto la arquitectura únicamente como un medio de autoexpresión, como un juego artístico-visual, tratando al individuo como un simple espectador. La arquitectura tiene que ser el medio de expresión del orden cultural y social para poder ser entendido desde el significado colectivo e individual, consciente e inconsciente. Ha de ser un todo entendido con los sentidos, el cuerpo y el alma, es decir, de una sola manera.
No obstante, no podemos dejar que la inmensidad del problema nos haga caer en el agnosticismo y creer que la verdad universal es incognoscible. Hay que poder distinguir, localizar, seleccionar, conocer y valorar las obras de verdadera calidad, según un criterio riguroso que se aleje del fácil, gastronómico y popular recurso del gusto. Hace falta determinar una teoría de la arquitectura basada en el estudio de los significados formales invariables en cada tipología, según su construcción física, geométrica i vivencial. En otras palabras, hay que poner de manifiesto la necesidad de crear un vocabulario o lenguaje arquitectónico para extraer las invariantes formales de la arquitectura a lo largo de la historia. Es de obligación moral poner en marcha una crítica valorativa de la arquitectura, que sea de carácter práctico y que sea defendida por las instituciones públicas; que defienda, con palabras de Antonio Miranda (2014), que «la arquitectura no es un producto personal, individual o artístico, sino que es un producto social y poético, de origen y compromiso colectivo y que implica grandes exigencias de lógica, sentido y verdad económica y científica». La arquitectura no es la vestimenta de la función, como determinaba la arquitectura postmoderna, sino que por el contrario, es un pensamiento superior lleno de razón crítica, constructiva y materializada.
El rigor científico es el instrumento poético ideal para comprender la belleza. Como planteaba Gustavo Bueno (1995), un saber que no sea científico, claro y distinto, no es un saber obscuro o confuso, es sencillamente ignorancia o no saber; se trata de simple y subjetiva opinión. Lo que, externo a la teoría científica, viene a ser la ideología. Porque si hablamos del sentido social del gusto en el arte de Pierre Bourdieu (2010), este viene construido por un esquema de fenómenos sociales y sistémicos a partir de los cuales los sujetos percibimos el mundo y actuamos en él. El sentido del gusto no es subjetivo ni objetivo. Hay un abanico inmenso de factores que lo afectan, que experimentados a lo largo de una vida y en el preciso instante de observación, determinan cómo el individuo percibe el espacio arquitectónico. De esta forma, desmentida ya la polaridad objetivismo-subjetivismo, si pretendemos analizar la arquitectura, se hace imprescindible el conocimiento profundo de las herramientas de resistencia en el encuentro de la unidad entre arquitectura construida, arquitectura vivida, arquitectura sentida, arquitectura significada, percibida e incluso heredada.
Así como la psicogeografía o la neuroarquitectura, plantean nuevos procesos de estudio científico de las influencias neurológicas del diseño urbano y arquitectónico, hay que continuar en la investigación de todo aquello que aún no conocemos de nosotros mismos, de todo aquello que nos provoca la pulsión de vida. En un mundo dónde se ha demostrado que la materia no existe, y que existe la antimateria, sólo nos queda demostrar científicamente la existencia de Dios, y que la belleza es una verdad absoluta (**).
(*)«Todas las verdades descubiertas por nuestro conocimiento, siendo relativas, contienen al mismo tiempo también parte de una verdad absoluta, puesto que reflejan de una manera correcta, aunque incompleta, el mundo exterior» (VVAA, 1984). De la misma forma que existen infinitos más grandes que otros, que existe un infinidad de números entre el 1 y el 2; toda verdad relativa esconde dentro de sí, la verdad universal, como un Bosón de Higgs o Partícula de Dios, dentro de toda materia.
(**)No con ello pretendo relacionar estas palabras con una arquitectura absolutista de modelos arquitectónicos universales y totalitaristas con el objetivo de imponer, como el panóptico de Bentham, la creación de espacios útiles y asegurar la efectividad del tiempo; y de dominar y controlar el objeto arquitectónico y la sociedad. La arquitectura no puede basarse en modelos universales, pero sí parte de unos principios básicos o unas estructuras de relación, que adaptadas a las circunstancias, reconocen lo que en verdad decía Jacques Derrida. Pero desgraciadamente, sus teorías deconstructivistas, aplicadas a la arquitectura, han sido descaradamente tergiversadas en los últimos años.
Núria Domingo para Archiimpact
Bibliografía
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