Hace un tiempo que le doy vueltas a lo que significa hogar más allá de un lugar de vivienda, y a cómo podemos ayudar a las personas a construir esa sensación.
A lo largo de la historia se habrá descrito de múltiples maneras el estado de especial afecto, simpatía e identificación con el hogar; y su función de ofrecer recogimiento, sosiego y gratificación. Leyendo el libro Psicogeografia de Colin Ellard he hallado algunas pistas del ámbito científico que podrian explicar por qué tenemos tendencia de concebir el hogar como una prolongación de nosotros mismos.
Parece ser que un psicólogo perceptual del Smith College, Fritz Heider, y una de sus alumnas, Smith Simmel, en 1944 publicaron un estudio de investigación que demostraba la tendencia de las personas atribuir rasgos psicológicos humanos e intencionalidad a objetos geométricos presentados en un vídeo. En el experimento se mostraban figuras geométricas desplazándose por una pantalla. Las impresiones de los participantes fueron describir encuentros o persecuciones entre ellas.
También menciona otro experimento de Albert Michotte, de 1947, en el que mostraba a los participantes un vídeo de un punto rojo acercándose a un punto verde en una pantalla. Cuando el punto rojo establecía contacto con el verde, el segundo empezaba a moverse. Todas las personas que observaron el vídeo inferían una relación causal entre el acercamiento y el inicio del movimiento del punto verde, como si el primero hubiese empujado al segundo, cuando realmente solo se trataba de píxeles movidos por un programa.
En base a estos experimentos el libro afirma que “estamos predispuestos a explicar el comportamiento de los objetos mediante sentimientos y pensamientos humanos”.
Ellard atribuye esta inevitable tendencia de la mente humana al recurso principal que emplea nuestro cerebro para anticipar lo que puede suceder en el futuro en base a experiencias y recuerdos pasados. Una herramienta de supervivencia que utiliza nuestro dominio de sentimientos, reacciones y afectos para el “autocompletado” de los motivos por los que algo sucede. Ello nos ayuda a entender situaciones de nuestro día a día más velozmente para ser capaces de reaccionar instantáneamente.
Sea este o no el verdadero motivo por el que tenemos tendencia a humanizar o personificar objetos y fenómenos que encontramos a nuestro alrededor lo cierto es que lo hacemos, desde que los humanos existimos, y nuestros hábitats no son una excepción. Si lo pensamos, solemos buscar en un hogar características propias de las relaciones; como comodidad, intimidad, aceptación, sosiego etc.
El libro hace referencia a las casas tradicionales de Mali, en el África Occidental, que tienen una configuración explicita con forma de mujer y en las que la estancia principal es literalmente el útero.
Por lo tanto, estos científicos argumentarían que el “alma” de nuestro hogar, o el grado en que nuestra vivienda refleja nuestra personalidad es una representación psicológica. No es el caso que nuestra casas tengan una psique independiente y autónoma sino que nuestra relación con un lugar existe probablemente solo en nuestra mente, y según esto es lógico suponer que varias personas hayan podido crear una representación distinta para un mismo lugar, en función de las experiencias que tuvieron en éste.
Ello me hace pensar que en lugar de resistirnos a nuestra naturaleza des-personificando nuestros entornos, podemos sacarle partido a nuestra tendencia «humanizante», aprendiendo a ver o proyectar en nuestros hábitats los rasgos humanos que puedan complementarnos y hacernos sentir como podríamos desear en una relación íntima.
Por otro lado, para mí hay un componente corporal en la creación de afectividad y empatía con un hábitat. En el libro Los ojos de la piel de Juhani Pallasmaa se describe el hogar como una experiencia corporal íntima. De hecho, bajo la perspectiva de la fenomenlogía todo encuentro arquitectónico es una experiencia sensorial. La percepción de las formas, texturas y temperaturas se hace a través del recuerdo de sensaciones físicas. Por lo tanto, el hogar tiene también el poder de suscitar experiencias corporales, sensoriales y musculares. Pallasmaa escribe: “Sentimos placer y protección cuando el cuerpo descubre su resonancia en el espacio” y “La percepción, la memoria y la imaginación están en constante interacción”, es decir que a través de los mismos mecanismos mentales que nos llevan a humanizar psicológicamente un espacio también le proyectamos nuestras emociones y sensaciones corporales, “nos encontramos a nosotros mismos en la obra”.
Ello coincide con las evidencias que nos da la neurociencia de que gracias a las neuronas espejo la visión de espacios curvilíneos activa los mismos circuitos cerebrales de placer que la relajación muscular de un movimiento fluido.
En último término, tradiciones milenarias como el feng shui que asumen la existencia de campos energéticos argumentarían que la energía de tu hogar puede estar en harmonía o no con la tuya propia, y que estarlo es una clave para lograr la harmonía interior y el poder desarrollar las potencialidades personales.
Tiene sentido que si tendemos a atribuir rasgos humanos a los ambientes que nos rodean nos sea más placentero un lugar que refleje nuestra propia personalidad. De ser así, habitar una vivienda que percibamos como nuestro yo –sea psicológica o energéticamente– necesariamente generará la gratificación de la intimidad, la seguridad, el afecto y el reconocimiento. Es decir, la sensación de hogar.
Con todo esto no me cabe duda que potenciar los sentimientos de placer y afecto hacia nuestros hábitats es positivo para nuestra mente. Nos hace sentir a salvo, capaces de expresarnos tal como somos y potencia nuestro bienestar. Sin embargo hay muchas personas en el mundo que no gozan de esta sensación; no solo aquellas bajo el umbral de la pobreza y sin acceso a una vivienda digna; sino también personas de nuestro alrededor que viven en pisos de alquiler, en lugares de paso, en habitaciones de apartamentos compartidos etc. quienes no llegan a generar un vínculo de empatía y afecto con sus hábitats. Especialmente si pensamos en todos los edificios de vivienda anodinos y fríos de obra nueva o por rehabilitar que pueblan nuestras ciudades, y cuya máxima expectativa es aderezarse con algún impersonal mueble de IKEA.
¿Quién es el responsable de este fracaso en la creación de lugares de afecto? Podríamos argumentar que el poder de diseñar espacios humanos deba reclamarse desde el oficio del arquitecto. Pensemos por ejemplo en las casas usonianas de Wright, todo un monumento a la creación de comodidad, calidez, recogimiento y un sinfín de experiencias sensoriales agradables. Sin embargo el modelo de arquitectura artesanal y personalizada, y ya no digamos unifamiliar, no puede ser la respuesta a las necesidades contemporáneas de vivienda para las ciudades densificadas del s.XXI. Es mucho más adecuado el paradigma de los edificios de espacios genéricos y flexibles, con el grado mínimo de intervención que permita las máximas apropiaciones y transformaciones; sin olvidar la urgencia de satisfacer en primer lugar criterios de bajo impacto ecológico y económico; como defenderían Lacaton y Vassal.
Entonces, ¿significa esto que recae en el morador la responsabilidad de crear un entorno a su medida? ¿Es el usuario suficientemente capaz de apropiar, adaptar e impregnar su propio hábitat con la sensación de hogar que busca? ¿Cuales son las herramientas que permiten dotar un fondo genérico con un perfil psicológico y sensorial en el que sentirnos a gusto?
Puede que la respuesta esté en el uso adecuado del “pellejo”, como defendería María Langarita; es decir en los objetos, textiles, plantas, aromas, colores que visten a un busto pétreo y frío. Pero a juzgar por los resultados se hace evidente que la mayor parte de usuarios no están preparados para apropiar pisco-afectivamente un entorno. Me pregunto si el fallo está en una falta de educación arquitectónica o en otras más profundas carencias sociales sobre la alienación de la afectividad humana en la era de la tecnología y de la hegemonía del ojo.
Así pues, ¿cómo podemos ayudar a las personas a construir empatía con el hogar?
En el libro Ellard destapa la universal Technology is the answer. El autor reflexiona sobre la hipótesis de que con el auge de las nuevas tecnologías se puedan crear casas responsivas, que interaccionen con nosotros a través de sensores, prediciendo nuestro estado físico, mental y emocional para regular variables del confort climático y atmosférico a través de pantallas, música y luz. “¿Se imagina que una vivienda le ayudara a enamorarse de ella devolviéndole ese amor? Tal es la promesa para el futuro del diseño reactivo”.
¿Qué es verdaderamente un lugar de afecto? ¿Hasta qué punto queremos establecer empatía con nuestro hábitat? O como cuestiona Ellard… “Pese a que la simbología de nuestros hogares pueda conectar con la vida en el útero ¿Realmente queremos regresar a él?”
No soy partícipe de plagar la arquitectura de sensores y de dispositivos tecnológicos “inteligentes”. Se me hace inquietante la idea de que un edificio pudiese prácticamente contar con su propia mente y personalidad con la que apoyarnos, como una suerte de “prótesis emocional que nos ayudara a acentuar las emociones positivas y mitigar las negativas”, como escribe Ellard.
En lugar de esto me parece que el reto de la creación de afectividad hacia los lugares de vivienda desde la arquitectura debe trascender el espacio privado y potenciar los vínculos con la comunidad, estableciendo lugares de relación tanto en el propio bloque de vivienda como del ámbito público inmediato. Atomizar el hogar en los nuevos usos compartidos, cuyo valor psicológico individual nazca de las experiencias sociales vividas. Al final, pueden ser las personas quienes tomen la función de acojer, dar calidez, aceptación, seguridad, unión. La energía del arquitecto en cambio puede dirigirse a la configuración de sistemas donde tales relaciones puedan ocurrir y también a la creación de atmósferas psico-geográficas sensoriales, emocionantes y vivas, pero para la experiencia colectiva.